Hip, hip, hoy hace cinco meses que anuncié en este blog (me lo anunciaba a mí mismo en realidad, como para creérmelo) el comienzo del mayor reto pictórico de mi vida. Cinco meses, ciento cincuenta días (*) ininterrumpidos de pringue del bueno.
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Un pequeño fragmento sin acabar de los Lilim. |
Ha sido un tiempo apasionante, he aprendido como un cochino joven en su primer charco y ahora estoy más guarro, fuerte, feo, mejor. ¡He terminado, que venga el siguiente!
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De este pedazo de pintura esbozada en el verano, nació una idea. |
Con los deberes hechos, siento el placentero mareo de haber llegado a un lugar desconocido por mí. Y es que veo las cinco gigantescas pinturas -32 metros cuadrados en total- que he perpetrado en este pedacito de vida, y tengo la inquietante sensación de que ha sido otro el hacedor de toda esta jarana de inseminaciones, ángeles caídos, demonios lenguado, cachorros de pelícano, muñecas desmembradas.
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El café y la cerveza: grandes aliados (lo de los tropezones es un asunto personal) ¡Ah, de esta fosilización casera llegó otra idea! |
Aún no puedo enseñar nada, pero pronto -¿en marzo?- podremos verlo todos en el espacio para el que ha sido gestado.
(*) Si una vida es tan corta como dicen, podría asegurar que ciento cincuenta días pueden ser tan anchos como una niñez completa. Y como un verano en la infancia puede ser más largo que toda una vida, no me extrañaría que durante este tiempo me pasara como al astronauta que viajó en sueños a la velocidad de la luz, ralentizándose su tiempo mientras se embalaba el ajeno. Ya, ya, sé que esto no me ha sucedido a mí; habría notado algo en las caras y en las vidas de los amigos que han venido y se han ido para volver a venir. Pero sí estoy ya en disposición de asegurar que el tiempo se logra encoger o estirar casi a voluntad, y que las utilidades de esta habilidad no son nada despreciables.
Les contaré más, pero no ahora, que el tiempo vuela si lo nombro.