Me da miedo
volar. Y aun así vuelo. Me vuelan. Penetro sin rechistar en ese puro gigante destinado
a caer. Te amarran, los motores se calientan, tu tronco se aplasta contra el
respaldo y tras el estruendo de siete segundos, atraviesas el colchón de nubes
como si nada. Calma. La gravedad calla, y los motores. Pueden desabrocharse los cinturones, canta la voz sin añadir, el manto de nubes es ahora un extenso
edredón sin funda ni costuras. ¡Fuera miedos: a partir de ahora, las
acrobacias se realizarán con red! (1)
Me interesa la
nube como idea, como símbolo, como metáfora de la memoria. También como
pretexto plástico. La nube es moldeable, difusa, clara, oscura, lo que quieras.
Llena de cosas y sin embargo transparente. Pesada pero traspasable. La verdad, preferiría no leer demasiado
y seguir creyendo que las nubes están habitadas por sapos, arañas, peces y
otras cosas que caerán a la tierra con la misma infrecuencia que los puros gigantes, para
volver a elevarse con los vientos raros de la madrugada.
¿Cuánto pesa una
nube? (2)
¿Cuánto pesa una nube? 120x140 cms. 2019. |
También están las nubes digitales donde todo cabe. Hasta nuestras vidas. Selfies y chascarrillos incluidos. Ya se ofrecen proyectos de inmortalidad a través de la preservación y ordenamiento de nuestros paquetes personales de memoria (3). Inconmensurables archivos de tiempo. De vida. Sueño, frustración y fruslerías.
Imagino esos paquetes, en absoluto rectangulares como suelen ser los paquetes, sino amorfos y permeables como son las nubes de toda la vida. Pero más sucios y revueltos. Una maraña espesa y escabrosa. Mi paquete de memoria será probablemente como el tuyo, un estercolero vivo y despeinado. Como la enredadera del muro de atrás de una casona vieja de campo, que trepa y trepa como yéndose sin querer hasta el borde y quedar cortada su silueta arriba contra el azul.
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